sábado, 11 de octubre de 2014

#Expresionesdeamor


Amores calladitos
son los más dulces,
y los finos amantes
nunca presumen.
Porque no quieren
dar a la gente parte
de lo que tienen

Manuel Machado

I
Ahora mismo no recuerdo cómo, pero conseguí su correo electrónico. Era 2008, yo estudiaba el segundo semestre en la universidad y admiraba a esa mujer: inteligente, bonita, enigmática. Así que el miedo de no volver a verla me dio el valor para escribirle. Ella me contestó tres semanas después, haciéndome la ya innecesaria aclaración de que no se conectaba muy seguido al Internet.
Los correos siguieron durante meses, y eran cada vez más frecuentes, extensos e íntimos. Ya habíamos dado ese gran paso de agregarnos al Messenger, pero el correo electrónico le daba esa solemnidad y reflexión a las palabras, que sacrificamos los mensajes instantáneos… aunque no por mucho tiempo.
Nos vimos muy pocas ocasiones, supongo que nuestros horarios nunca coincidían. Sin embargo, ya chateábamos y a veces nos mandábamos mensajes por celular invitando al otro a ver lo chula que se había puesto la luna esa noche. El problema con mi celular era que sólo le cabían treinta mensajes. Nada más difícil que elegir cuál borrar para recibir el nuevo.
Hubo regalos, felicitaciones de cumpleaños y reconocimiento mutuo por las metas alcanzadas en nuestras vidas. Entonces no sabíamos a dónde nos dirigíamos, y poco importaba. Disfrutábamos del trayecto, de la paz casi espiritual de nuestra compañía. Éramos sólo ella y yo, y eso era suficiente.
El amor debe parecerse bastante a aquel silencio que se hizo cuando le dije que me gustaba. Dos años para confesarle mi enamoramiento, qué le vamos a hacer, era muy tarde. No había nada más que decir, el ángel del que habla Silvio Rodríguez nos había robado la voz. Al final un abrazo, de despedida quizás, o de resignación. No hubo testigos de esta escena.
Tomamos distancia y el tiempo se encargó de lo demás.

II
Quién sabe cuándo la tecnología se convirtió en la única forma de estar con mis amigos y de saber de ellos. Tampoco sé cuándo el amor se convirtió en ese juego de deducciones de Facebook en el que, a través de los “me gusta”, uno puede saber quién está enamorado de quién, o quién acaba de terminar una relación sentimental –lo que se intuye por la cantidad de videos de José José que publican en el muro, o por la ausencia de los “me gusta” en las fotos de perfil de la persona amada.
No obstante, ahora podemos prescindir de las conjeturas, pues las muestras de afecto dejaron de ser discretas para convertirse casi en spam. Las nuevas generaciones exhiben sin pudor cuánto aman a sus parejas, e incluso hacen públicas sus hazañas, como advirtiendo, no tan sutilmente: “es mi mujer”, o “así de enamorado lo traigo”.
He visto la foto del novio pintándole las uñas a la novia. He leído, hasta el hartazgo, las palabras de amor de los que cumplen un mes juntos, o un año más. El nuevo arreglo de flores pierde sentido si no se presume en Instagram. Los mensajes que se envían por Whatsapp superan los treinta en un solo día, y lo que es peor, ¡con la luna menguando! Me hacen parte de su intimidad cuando presumen sus ridículos apodos cariñosos, o al compartir el video de su propuesta de matrimonio.
En un vano esfuerzo por perpetuar su amor, éste se vuelve intranscendente. Al hacerlo público ya no les pertenece. Aunque los dos estén todo el día amándose en las redes sociales, nunca estarán realmente “conectados”. Bien lo dijo el poeta chiapaneco: las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.
El amor debiera parecerse a aquel silencio que se hizo cuando le dije que me gustaba. O a aquella luna redonda y amarilla que vieron Adán y Eva por primera vez, mientras la noche sonaba en su máxima pureza; a aquella luna que no fue fotografiada.


@kenia1988
(Texto publicado en el suplemento Autonomía, de La Jornada Aguascalientes, en su edición número 100. Aquí el enlace: http://goo.gl/hsM4fW)

sábado, 26 de julio de 2014

El amoroso

Existe una muerte sin huesos
que nace en los labios
del que promete milagros
y regala silencios.

(Yo te prometo
la sombra
de todo lo ausente).

Estar solo es el destino
de aquél que ama
en distintas camas
diciendo lo mismo.

lunes, 16 de junio de 2014

Pasos para aprender a improvisar

Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara,
y de preferencia en un rincón del cuarto.
Duración media del llanto, tres minutos
Instrucciones para llorar, Julio Cortázar

Hace poco me metí a clases de salsa, convencido por aquella frase de que jamás es demasiado tarde para aprender. Al tiempo dominé el un-dos-tres cinco-seis-siete (el cuatro no se cuenta, dicen), la posición cerrada, el paso lateral, la posición abierta, y cómo girar a mi pareja a la derecha sin perder el ritmo o mirar mis pies.
Luego de varias clases hicieron el “baile mensual”. Acomodaron sillas alrededor de la pista, pusieron una mesa y sobre ésta, vasos desechables y un garrafón con agua sabor naranja tang. Dijeron que podrían música, que el punto era divertirse, pasarla bien.
Al principio recurrí a la estrategia del sediento insaciable, no por miedo al baile sino para tener tiempo de decidir a quién sacar. Me coloqué cerca del garrafón, vaso siempre en mano, y miré a las mujeres disponibles. Elegí con la que, pensé, me “hallaba” mejor, la única con quien me salía bien la coreografía.
Un-dos-tres cinco-seis-siete, un-dos-tres cinco-seis-siete, ¿y luego? Ah, sí, la vuelta a la derecha, a su derecha. Pero ¿ahora? No pienses tanto que vas a perder el paso, mejor continúa con el básico hasta estar seguro si debes girarla en el paso tres, o en el cinco. Es en el tres, ya me acordé. Bueno, va: un-dos-tres cinco-seis-siete. ¡Bien, muchacho, bien!
Mi voz interior estaba orgullosa de mí, pero cuando terminó la canción me di cuenta que había girado a mi pareja una sola vez. Era de esperarse, entonces, que a la mitad de la siguiente canción ella me sugiriera qué otros pasos y giros podríamos hacer, sin un orden específico. No pude. Como después de tres canciones estaba aburrida de girar a la derecha, fingió cansancio, y a mí, por supuesto, me volvió a dar sed.
Al lado del garrafón, vaso siempre en mano, analicé lo ocurrido. Me habían enseñado los pasos, pero no me habían enseñado a improvisar. ¿Y eso en cuántas clases se aprende?
Foto: Ingrid Leyva*, con la colaboración de Raúl Ojanguren
Recuerdo que de niño las cosas no eran tan complicadas. En la primaria sabía que terminando primer grado, pasaba a segundo, luego a tercero y cuarto, y así hasta la secundaria y la prepa. No tenía que elegir, porque en el programa escolar quedaban establecidas las materias de ese año; sólo debía memorizar las cosas que me enseñaban y contestar el examen.
Con una infancia automatizada, cualquier consejo que recibía se convertía en una regla a seguir, incluso en los sentimientos. Si me gustaba una niña del salón, lo que tenía que hacer era comprarle algo en “la cope”, prestarle mis colores, hacerle sus tareas y esperar a que sus papás pasaran por ella a la salida. Fácil.
Ya joven, en vez de esperar a que sus papás pasaran, la acompañaba a su casa, y si la economía me lo permitía, le pagaba el pasaje del camión. Si era una chica despistada, como Claudia, y no advertía los designios de mi corazón, nada más efectivo que regalarle rosas, pero tenían que ser estrictamente rojas, porque no había otras flores ni otro color para el amor. ¡Qué vergüenza equivocarse en algo tan elemental! Además, innovar eligiendo un girasol o un tulipán morado podría arruinar el futuro noviazgo.
Pero quedaba un paso más, imprescindible, que era, claro, decirle: “¿Quieres ser mi novia?”, así, con esas palabras exactas y la entonación de pregunta al final. Si la respuesta era afirmativa, lo que seguía era acercarse y darle un beso en la boca, pero en la boca, no en la frente, ni en la nariz, ni en los párpados porque en la secundaria no resultaba romántico nada de eso; incluso, pensaba, podría ser una falta de respeto.
            La verdadera falta de respeto, supe después, era dejar los ojos abiertos durante el beso, porque significaba que no la querías. No importaba que siguieras al pie de la letra los pasos anteriores, si mirabas podías perderlo todo. Era la regla de Lot.
Cuando por fin había memorizado todos los pasos y el orden en que había de seguirlos, comenzaron las contradicciones.
Si no miraba a Claudia cuando le dijera cosas importantes como qué bonita estás, a mí también me gusta esa canción, cómo te fue en el examen de química, te amo un buen, mentía. Desviar la mirada o incluso pestañear, evidenciaba una supuesta infidelidad con Alicia, la muchacha más guapa de la escuela y con quien todos querían, pero que, como parecía inmune a las rosas rojas, era más probable tener un romance con la directora. No quise pensar de qué sería culpable si la dejaba de mirar por más tiempo, como en los besos. ¿Quién le aseguraba que cuando la besaba no pensaba en Alicia, o en la directora?
            Cuando intuía que la relación estaba a punto de terminar, un amigo mío salía con una nueva regla básica que me sacaba del error: los celos son encantadores porque demuestran que tu pareja te quiere mucho. Entonces el noviazgo no se estaba deteriorando, más bien alcanzaba su mejor momento.
En este punto me siento con todo el derecho de reprocharle a Claudia qué tanto le mira al de tercero “c”, y por qué le sonríe cada que se lo encuentra en el receso. Pero la regla no escrita, igual de básica que la anterior -me informa el mismo amigo-, indica que lo mío no es amor sino desconfianza, y así no pueden funcionar las cosas.
Todavía confundido, le ofrezco una disculpa a Claudia, y para mostrar que mi cambio es genuino, no me enojo cuando me dice que Rodrigo le regaló un chocolate o que hoy será él quien la acompañe a su casa; ni siquiera le reclamo cuando, en lugar de hablar de música o de química, me cuenta de lo gracioso y ocurrente que es su nuevo amigo. No hago ni una sola mueca de dolor cuando los veo juntos, aunque me esté convirtiendo en una estatua de sal.
Por eso me sorprende enterarme que también se pueden robar besos, una rara excepción al paso, antes vital, de formular la pregunta y regalar las flores. Aquello, aunque no estaba dentro de lo aprendido, resultaba “lindo” siempre y cuando fuera de manera espontánea, como lo hizo Rodrigo con mi novia.
Tu exceso de confianza sólo fue desinterés, me explica el buen consejero de mi amigo, por lo que no puedo sentirme traicionado.
Lloré a moco tendido durante varios días. Estaba arrepentido. Pensar que pude imaginarme a Alicia cuando besaba a Claudia, y no lo hice.
Aunque no quería, mis padres me obligaron a ir a la tardeada de la secundaria, la última debido a que estaba por terminar tercer año. Me dijeron que me haría bien salir un rato, y que si no iba me arrepentiría el resto de mi vida. Nunca supe si esto último lo decían porque habían disfrutado sus convivios escolares o si era una especie de amenaza.
Asistí para descubrir que Rodrigo no sólo era ocurrente, sino buen bailarín. Al lado del garrafón, vaso siempre en mano, observé que Claudia estaba de lo más divertida con los pasos improvisados de su otro novio (no habíamos cortado oficialmente). Fue en ese momento donde aprendí la estrategia del sediento insaciable, y donde decidí que jamás volvería a ir a un baile.
Sin embargo, diez años después rompí la promesa que hice cuando estaba roto. Al inicio de este baile habían dicho que el punto era divertirse, pasarla bien. Además ya había pagado. Tengo que divertirme, incluso a costa del aburrimiento de mi pareja.
Dejo el vaso sobre la mesa y me acerco a otra mujer. Sin preguntarle si quiere bailar (en mi primera juventud había aprendido que algunas cosas se pueden omitir), la tomo de la mano con una seguridad que hasta a mí mismo me asombra, y la llevo al centro de la pista.

Una vez ahí, en vez de mirar mis pies o mirarla a ella, cierro los ojos y comienzo a mover mi cuerpo al azar. Después de tantos años, por fin estoy bailando con Claudia. Ella sonríe, puedo verla; está de lo más divertida con mis pasos improvisados.

@kenia1988

*www.ilevaz.com
(Texto publicado en el suplemento Autonomía, de La Jornada Aguascalientes, en su edición número 93. Aquí el enlace: http://goo.gl/1ScLye)

viernes, 2 de mayo de 2014

Entre la niebla

Ella empieza a despedirse
con sus labios de arco iris.

No tiene orilla su tristeza
ni palabras en su lengua,
sin embargo me dice adiós.

Sus pies tienen raíces.

Su cuerpo
es el primer árbol
que aprende a caminar.

No quiere irse.
Se va.

Ella empieza a despedirse
y se lleva mis ojos
que la dejan de mirar.

martes, 11 de febrero de 2014

Mi jugete favorito

A Karla Selene

En mi defensa diré que si fui malo contigo fue porque había estado solo durante cinco años y era primerizo en eso de ser "el hermano mayor". Aparte tú sabes que era un niño berrinchudo y mimado, así que cuando llegaste no fuiste mi hermanita, sino el nuevo juguete que mis papás me regalaron once días antes de mi cumpleaños.

Aprendí a molestarte de manera empírica: sabía qué barbie decapitar, qué muñeco de peluche esconder y qué mentira contarte para hacerte llorar a mares, como si te hubieran inyectado. Pero tú me querías tanto que, aún con los ojos húmeros, regresabas para decirme que mejor querías jugar otra vez y que me perdonabas, antes incluso de que yo sintiera remordimiento.

Entonces no tuve más remedio que quererte y cuidarte. ¿Es demasiado tarde para pedirte perdón?

Si después te inventé fantasmas fue porque tu miedo me hacía valiente, invencible. Confieso que no hubiera podido cruzar la sala a medianoche para traerte el vaso de agua que querías, sin tus ojos asustados.

Eres el milagro de mi infancia,
mi capa y mi espada,
mi juguete favorito.