Los niños
llorarán con la manga del saco contra la cara,
y de preferencia
en un rincón del cuarto.
Duración media
del llanto, tres minutos
Instrucciones para llorar, Julio Cortázar
Hace
poco me metí a clases de salsa, convencido por aquella frase de que jamás es
demasiado tarde para aprender. Al tiempo dominé el un-dos-tres cinco-seis-siete
(el cuatro no se cuenta, dicen), la posición cerrada, el paso lateral, la posición
abierta, y cómo girar a mi pareja a la derecha sin perder el ritmo o mirar mis
pies.
Luego de varias clases hicieron el “baile mensual”.
Acomodaron sillas alrededor de la pista, pusieron una mesa y sobre ésta, vasos
desechables y un garrafón con agua sabor naranja tang. Dijeron que podrían
música, que el punto era divertirse, pasarla bien.
Al principio recurrí a la estrategia del sediento
insaciable, no por miedo al baile sino para tener tiempo de decidir a quién
sacar. Me coloqué cerca del garrafón, vaso siempre en mano, y miré a las
mujeres disponibles. Elegí con la que, pensé, me “hallaba” mejor, la única con quien
me salía bien la coreografía.
Un-dos-tres
cinco-seis-siete, un-dos-tres cinco-seis-siete, ¿y luego? Ah, sí, la vuelta a
la derecha, a su derecha. Pero ¿ahora? No pienses tanto que vas a perder el
paso, mejor continúa con el básico hasta estar seguro si debes girarla en el
paso tres, o en el cinco. Es en el tres, ya me acordé. Bueno, va: un-dos-tres
cinco-seis-siete. ¡Bien, muchacho, bien!
Mi voz interior estaba orgullosa de mí, pero cuando terminó
la canción me di cuenta que había girado a mi pareja una sola vez. Era de
esperarse, entonces, que a la mitad de la siguiente canción ella me sugiriera
qué otros pasos y giros podríamos hacer, sin un orden específico. No pude. Como
después de tres canciones estaba aburrida de girar a la derecha, fingió
cansancio, y a mí, por supuesto, me volvió a dar sed.
Al lado del garrafón, vaso siempre en mano, analicé lo
ocurrido. Me habían enseñado los pasos, pero no me habían enseñado a
improvisar. ¿Y eso en cuántas clases se aprende?
Foto: Ingrid Leyva*, con la colaboración de Raúl Ojanguren |
Recuerdo que de niño las cosas no eran tan complicadas. En
la primaria sabía que terminando primer grado, pasaba a segundo, luego a
tercero y cuarto, y así hasta la secundaria y la prepa. No tenía que elegir,
porque en el programa escolar quedaban establecidas las materias de ese año;
sólo debía memorizar las cosas que me enseñaban y contestar el examen.
Con una infancia automatizada, cualquier consejo que recibía
se convertía en una regla a seguir, incluso en los sentimientos. Si me gustaba
una niña del salón, lo que tenía que hacer era comprarle algo en “la cope”,
prestarle mis colores, hacerle sus tareas y esperar a que sus papás pasaran por
ella a la salida. Fácil.
Ya joven, en vez de esperar a que sus papás pasaran, la
acompañaba a su casa, y si la economía me lo permitía, le pagaba el pasaje del
camión. Si era una chica despistada, como Claudia, y no advertía los designios
de mi corazón, nada más efectivo que regalarle rosas, pero tenían que ser
estrictamente rojas, porque no había otras flores ni otro color para el amor.
¡Qué vergüenza equivocarse en algo tan elemental! Además, innovar eligiendo un
girasol o un tulipán morado podría arruinar el futuro noviazgo.
Pero quedaba un paso más, imprescindible, que era, claro,
decirle: “¿Quieres ser mi novia?”, así, con esas palabras exactas y la
entonación de pregunta al final. Si la respuesta era afirmativa, lo que seguía
era acercarse y darle un beso en la boca, pero en la boca, no en la frente, ni
en la nariz, ni en los párpados porque en la secundaria no resultaba romántico
nada de eso; incluso, pensaba, podría ser una falta de respeto.
La verdadera falta de respeto, supe
después, era dejar los ojos abiertos durante el beso, porque significaba que no
la querías. No importaba que siguieras al pie de la letra los pasos anteriores,
si mirabas podías perderlo todo. Era la regla de Lot.
Cuando por fin había memorizado todos los pasos y el orden
en que había de seguirlos, comenzaron las contradicciones.
Si no miraba a Claudia cuando le dijera cosas importantes
como qué bonita estás, a mí también me
gusta esa canción, cómo te fue en el examen de química, te amo un buen,
mentía. Desviar la mirada o incluso pestañear, evidenciaba una supuesta
infidelidad con Alicia, la muchacha más guapa de la escuela y con quien todos
querían, pero que, como parecía inmune a las rosas rojas, era más probable
tener un romance con la directora. No quise pensar de qué sería culpable si la
dejaba de mirar por más tiempo, como en los besos. ¿Quién le aseguraba que
cuando la besaba no pensaba en Alicia, o en la directora?
Cuando intuía que la relación estaba
a punto de terminar, un amigo mío salía con una nueva regla básica que me
sacaba del error: los celos son
encantadores porque demuestran que tu pareja te quiere mucho. Entonces el
noviazgo no se estaba deteriorando, más bien alcanzaba su mejor momento.
En este punto me siento con todo el derecho de reprocharle a
Claudia qué tanto le mira al de tercero “c”, y por qué le sonríe cada que se lo
encuentra en el receso. Pero la regla no escrita, igual de básica que la
anterior -me informa el mismo amigo-, indica que lo mío no es amor sino
desconfianza, y así no pueden funcionar las cosas.
Todavía confundido, le ofrezco una disculpa a Claudia, y
para mostrar que mi cambio es genuino, no me enojo cuando me dice que Rodrigo
le regaló un chocolate o que hoy será él quien la acompañe a su casa; ni
siquiera le reclamo cuando, en lugar de hablar de música o de química, me
cuenta de lo gracioso y ocurrente que es su nuevo amigo. No hago ni una sola
mueca de dolor cuando los veo juntos, aunque me esté convirtiendo en una
estatua de sal.
Por eso me sorprende enterarme que también se pueden robar
besos, una rara excepción al paso, antes vital, de formular la pregunta y regalar
las flores. Aquello, aunque no estaba dentro de lo aprendido, resultaba “lindo”
siempre y cuando fuera de manera espontánea, como lo hizo Rodrigo con mi novia.
Tu exceso de
confianza sólo fue desinterés, me explica el buen consejero de mi
amigo, por lo que no puedo sentirme traicionado.
Lloré a moco tendido durante varios días. Estaba
arrepentido. Pensar que pude imaginarme a Alicia cuando besaba a Claudia, y no
lo hice.
Aunque no quería, mis padres me obligaron a ir a la tardeada
de la secundaria, la última debido a que estaba por terminar tercer año. Me
dijeron que me haría bien salir un rato, y que si no iba me arrepentiría el
resto de mi vida. Nunca supe si esto último lo decían porque habían disfrutado
sus convivios escolares o si era una especie de amenaza.
Asistí para descubrir que Rodrigo no sólo era ocurrente,
sino buen bailarín. Al lado del garrafón, vaso siempre en mano, observé que Claudia
estaba de lo más divertida con los pasos improvisados de su otro novio (no
habíamos cortado oficialmente). Fue en ese momento donde aprendí la estrategia
del sediento insaciable, y donde decidí que jamás volvería a ir a un baile.
Sin embargo, diez años después rompí la promesa que hice
cuando estaba roto. Al inicio de este baile habían dicho que el punto era divertirse,
pasarla bien. Además ya había pagado. Tengo que divertirme, incluso a costa del
aburrimiento de mi pareja.
Dejo el vaso sobre la mesa y me acerco a otra mujer. Sin
preguntarle si quiere bailar (en mi primera juventud había aprendido que
algunas cosas se pueden omitir), la tomo de la mano con una seguridad que hasta
a mí mismo me asombra, y la llevo al centro de la pista.
Una vez ahí, en vez de mirar mis pies o mirarla a ella, cierro
los ojos y comienzo a mover mi cuerpo al azar. Después de tantos años, por fin
estoy bailando con Claudia. Ella sonríe, puedo verla; está de lo más divertida
con mis pasos improvisados.
@kenia1988
*www.ilevaz.com
(Texto publicado en el suplemento Autonomía, de La Jornada Aguascalientes, en su edición número 93. Aquí el enlace: http://goo.gl/1ScLye)
(Texto publicado en el suplemento Autonomía, de La Jornada Aguascalientes, en su edición número 93. Aquí el enlace: http://goo.gl/1ScLye)