lunes, 16 de junio de 2014

Pasos para aprender a improvisar

Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara,
y de preferencia en un rincón del cuarto.
Duración media del llanto, tres minutos
Instrucciones para llorar, Julio Cortázar

Hace poco me metí a clases de salsa, convencido por aquella frase de que jamás es demasiado tarde para aprender. Al tiempo dominé el un-dos-tres cinco-seis-siete (el cuatro no se cuenta, dicen), la posición cerrada, el paso lateral, la posición abierta, y cómo girar a mi pareja a la derecha sin perder el ritmo o mirar mis pies.
Luego de varias clases hicieron el “baile mensual”. Acomodaron sillas alrededor de la pista, pusieron una mesa y sobre ésta, vasos desechables y un garrafón con agua sabor naranja tang. Dijeron que podrían música, que el punto era divertirse, pasarla bien.
Al principio recurrí a la estrategia del sediento insaciable, no por miedo al baile sino para tener tiempo de decidir a quién sacar. Me coloqué cerca del garrafón, vaso siempre en mano, y miré a las mujeres disponibles. Elegí con la que, pensé, me “hallaba” mejor, la única con quien me salía bien la coreografía.
Un-dos-tres cinco-seis-siete, un-dos-tres cinco-seis-siete, ¿y luego? Ah, sí, la vuelta a la derecha, a su derecha. Pero ¿ahora? No pienses tanto que vas a perder el paso, mejor continúa con el básico hasta estar seguro si debes girarla en el paso tres, o en el cinco. Es en el tres, ya me acordé. Bueno, va: un-dos-tres cinco-seis-siete. ¡Bien, muchacho, bien!
Mi voz interior estaba orgullosa de mí, pero cuando terminó la canción me di cuenta que había girado a mi pareja una sola vez. Era de esperarse, entonces, que a la mitad de la siguiente canción ella me sugiriera qué otros pasos y giros podríamos hacer, sin un orden específico. No pude. Como después de tres canciones estaba aburrida de girar a la derecha, fingió cansancio, y a mí, por supuesto, me volvió a dar sed.
Al lado del garrafón, vaso siempre en mano, analicé lo ocurrido. Me habían enseñado los pasos, pero no me habían enseñado a improvisar. ¿Y eso en cuántas clases se aprende?
Foto: Ingrid Leyva*, con la colaboración de Raúl Ojanguren
Recuerdo que de niño las cosas no eran tan complicadas. En la primaria sabía que terminando primer grado, pasaba a segundo, luego a tercero y cuarto, y así hasta la secundaria y la prepa. No tenía que elegir, porque en el programa escolar quedaban establecidas las materias de ese año; sólo debía memorizar las cosas que me enseñaban y contestar el examen.
Con una infancia automatizada, cualquier consejo que recibía se convertía en una regla a seguir, incluso en los sentimientos. Si me gustaba una niña del salón, lo que tenía que hacer era comprarle algo en “la cope”, prestarle mis colores, hacerle sus tareas y esperar a que sus papás pasaran por ella a la salida. Fácil.
Ya joven, en vez de esperar a que sus papás pasaran, la acompañaba a su casa, y si la economía me lo permitía, le pagaba el pasaje del camión. Si era una chica despistada, como Claudia, y no advertía los designios de mi corazón, nada más efectivo que regalarle rosas, pero tenían que ser estrictamente rojas, porque no había otras flores ni otro color para el amor. ¡Qué vergüenza equivocarse en algo tan elemental! Además, innovar eligiendo un girasol o un tulipán morado podría arruinar el futuro noviazgo.
Pero quedaba un paso más, imprescindible, que era, claro, decirle: “¿Quieres ser mi novia?”, así, con esas palabras exactas y la entonación de pregunta al final. Si la respuesta era afirmativa, lo que seguía era acercarse y darle un beso en la boca, pero en la boca, no en la frente, ni en la nariz, ni en los párpados porque en la secundaria no resultaba romántico nada de eso; incluso, pensaba, podría ser una falta de respeto.
            La verdadera falta de respeto, supe después, era dejar los ojos abiertos durante el beso, porque significaba que no la querías. No importaba que siguieras al pie de la letra los pasos anteriores, si mirabas podías perderlo todo. Era la regla de Lot.
Cuando por fin había memorizado todos los pasos y el orden en que había de seguirlos, comenzaron las contradicciones.
Si no miraba a Claudia cuando le dijera cosas importantes como qué bonita estás, a mí también me gusta esa canción, cómo te fue en el examen de química, te amo un buen, mentía. Desviar la mirada o incluso pestañear, evidenciaba una supuesta infidelidad con Alicia, la muchacha más guapa de la escuela y con quien todos querían, pero que, como parecía inmune a las rosas rojas, era más probable tener un romance con la directora. No quise pensar de qué sería culpable si la dejaba de mirar por más tiempo, como en los besos. ¿Quién le aseguraba que cuando la besaba no pensaba en Alicia, o en la directora?
            Cuando intuía que la relación estaba a punto de terminar, un amigo mío salía con una nueva regla básica que me sacaba del error: los celos son encantadores porque demuestran que tu pareja te quiere mucho. Entonces el noviazgo no se estaba deteriorando, más bien alcanzaba su mejor momento.
En este punto me siento con todo el derecho de reprocharle a Claudia qué tanto le mira al de tercero “c”, y por qué le sonríe cada que se lo encuentra en el receso. Pero la regla no escrita, igual de básica que la anterior -me informa el mismo amigo-, indica que lo mío no es amor sino desconfianza, y así no pueden funcionar las cosas.
Todavía confundido, le ofrezco una disculpa a Claudia, y para mostrar que mi cambio es genuino, no me enojo cuando me dice que Rodrigo le regaló un chocolate o que hoy será él quien la acompañe a su casa; ni siquiera le reclamo cuando, en lugar de hablar de música o de química, me cuenta de lo gracioso y ocurrente que es su nuevo amigo. No hago ni una sola mueca de dolor cuando los veo juntos, aunque me esté convirtiendo en una estatua de sal.
Por eso me sorprende enterarme que también se pueden robar besos, una rara excepción al paso, antes vital, de formular la pregunta y regalar las flores. Aquello, aunque no estaba dentro de lo aprendido, resultaba “lindo” siempre y cuando fuera de manera espontánea, como lo hizo Rodrigo con mi novia.
Tu exceso de confianza sólo fue desinterés, me explica el buen consejero de mi amigo, por lo que no puedo sentirme traicionado.
Lloré a moco tendido durante varios días. Estaba arrepentido. Pensar que pude imaginarme a Alicia cuando besaba a Claudia, y no lo hice.
Aunque no quería, mis padres me obligaron a ir a la tardeada de la secundaria, la última debido a que estaba por terminar tercer año. Me dijeron que me haría bien salir un rato, y que si no iba me arrepentiría el resto de mi vida. Nunca supe si esto último lo decían porque habían disfrutado sus convivios escolares o si era una especie de amenaza.
Asistí para descubrir que Rodrigo no sólo era ocurrente, sino buen bailarín. Al lado del garrafón, vaso siempre en mano, observé que Claudia estaba de lo más divertida con los pasos improvisados de su otro novio (no habíamos cortado oficialmente). Fue en ese momento donde aprendí la estrategia del sediento insaciable, y donde decidí que jamás volvería a ir a un baile.
Sin embargo, diez años después rompí la promesa que hice cuando estaba roto. Al inicio de este baile habían dicho que el punto era divertirse, pasarla bien. Además ya había pagado. Tengo que divertirme, incluso a costa del aburrimiento de mi pareja.
Dejo el vaso sobre la mesa y me acerco a otra mujer. Sin preguntarle si quiere bailar (en mi primera juventud había aprendido que algunas cosas se pueden omitir), la tomo de la mano con una seguridad que hasta a mí mismo me asombra, y la llevo al centro de la pista.

Una vez ahí, en vez de mirar mis pies o mirarla a ella, cierro los ojos y comienzo a mover mi cuerpo al azar. Después de tantos años, por fin estoy bailando con Claudia. Ella sonríe, puedo verla; está de lo más divertida con mis pasos improvisados.

@kenia1988

*www.ilevaz.com
(Texto publicado en el suplemento Autonomía, de La Jornada Aguascalientes, en su edición número 93. Aquí el enlace: http://goo.gl/1ScLye)