Amores calladitos
son los más dulces,
y los finos amantes
nunca presumen.
Porque no quieren
dar a la gente parte
de lo que tienen
y los finos amantes
nunca presumen.
Porque no quieren
dar a la gente parte
de lo que tienen
Manuel Machado
I
Ahora mismo no recuerdo cómo,
pero conseguí su correo electrónico. Era 2008, yo estudiaba el segundo semestre
en la universidad y admiraba a esa mujer: inteligente, bonita,
enigmática. Así que el miedo de no volver a verla me dio el valor para escribirle.
Ella me contestó tres semanas después, haciéndome la ya innecesaria aclaración
de que no se conectaba muy seguido al Internet.
Los
correos siguieron durante meses, y eran cada vez más frecuentes, extensos e
íntimos. Ya habíamos dado ese gran paso de agregarnos al Messenger, pero el
correo electrónico le daba esa solemnidad y reflexión a las palabras, que
sacrificamos los mensajes instantáneos… aunque no por mucho tiempo.
Nos vimos
muy pocas ocasiones, supongo que nuestros horarios nunca coincidían. Sin
embargo, ya chateábamos y a veces nos mandábamos mensajes por celular invitando
al otro a ver lo chula que se había puesto la luna esa noche. El problema con
mi celular era que sólo le cabían treinta mensajes. Nada más difícil que elegir
cuál borrar para recibir el nuevo.
Hubo
regalos, felicitaciones de cumpleaños y reconocimiento mutuo por las metas
alcanzadas en nuestras vidas. Entonces no sabíamos a dónde nos dirigíamos, y
poco importaba. Disfrutábamos del trayecto, de la paz casi espiritual de
nuestra compañía. Éramos sólo ella y yo, y eso era suficiente.
El amor debe
parecerse bastante a aquel silencio que se hizo cuando le dije que me gustaba.
Dos años para confesarle mi enamoramiento, qué le vamos a hacer, era muy tarde.
No había nada más que decir, el ángel del que habla Silvio Rodríguez nos había
robado la voz. Al final un abrazo, de despedida quizás, o de resignación. No
hubo testigos de esta escena.
Tomamos
distancia y el tiempo se encargó de lo demás.
II
Quién sabe cuándo la
tecnología se convirtió en la única forma de estar con mis amigos y de saber de
ellos. Tampoco sé cuándo el amor se convirtió en ese juego de deducciones de
Facebook en el que, a través de los “me gusta”, uno puede saber quién está enamorado
de quién, o quién acaba de terminar una relación sentimental –lo que se intuye
por la cantidad de videos de José José que publican en el muro, o por la
ausencia de los “me gusta” en las fotos de perfil de la persona amada.
No
obstante, ahora podemos prescindir de las conjeturas, pues las muestras de afecto
dejaron de ser discretas para convertirse casi en spam. Las nuevas generaciones exhiben sin pudor cuánto aman a sus
parejas, e incluso hacen públicas sus hazañas, como advirtiendo, no tan
sutilmente: “es mi mujer”, o “así de enamorado lo traigo”.
He visto
la foto del novio pintándole las uñas a la novia. He leído, hasta el hartazgo,
las palabras de amor de los que cumplen un mes juntos, o un año más. El nuevo
arreglo de flores pierde sentido si no se presume en Instagram. Los mensajes
que se envían por Whatsapp superan los treinta en un solo día, y lo que es
peor, ¡con la luna menguando! Me hacen parte de su intimidad cuando presumen
sus ridículos apodos cariñosos, o al compartir el video de su propuesta de
matrimonio.
En un vano
esfuerzo por perpetuar su amor, éste se vuelve intranscendente. Al hacerlo público
ya no les pertenece. Aunque los dos estén todo el día amándose en las redes
sociales, nunca estarán realmente “conectados”. Bien lo dijo el poeta
chiapaneco: las mejores palabras del amor
están entre dos gentes que no se dicen nada.
El amor
debiera parecerse a aquel silencio que se hizo cuando le dije que me gustaba. O
a aquella luna redonda y amarilla que vieron Adán y Eva por primera vez,
mientras la noche sonaba en su máxima pureza; a aquella luna que no fue
fotografiada.
@kenia1988
(Texto publicado en el suplemento Autonomía, de La Jornada Aguascalientes, en su edición número 100. Aquí el enlace: http://goo.gl/hsM4fW)