domingo, 10 de noviembre de 2019

El camino hacia la cima

Cuando uno se bautiza
llega a un camino angosto;
ya sabemos que el sendero es peligroso
para aquel que tiene prisa
y que cualquiera, cualquiera de nosotros,
en su intento de alcanzar la cima,
puede caer por la ladera,
perder la autoestima
y llegar con el cuerpo y alma rotos
a un lugar de monstruos
con dientes afilados que lastiman.

Uno puede quedarse ahí sólo un poco
o todos los días de su vida.

¡Pobre de aquel que intenta llegar arriba!
Pero también es cierto
que quien nunca tropieza
es porque nunca camina.

Después del bautismo
el camino está lleno de espinas;
a los lados encontramos abismos,
adelante, sólo neblina.

A veces uno siente
que Dios lo abandona y que está solo,
y que solo tiene que soportar la herida.

¿No es eso lo que pasa
con quienes se inactivan?

Quienes seguimos asistiendo
tendremos nuestras razones escondidas:
yo a veces vengo por miedo,
a veces por convicción,
a veces por mi familia.

He venido también por amor,
pero ser cristiano es más, mucho más
que venir a la capilla.

¿Qué hacemos nosotros
con quienes se quedan a la orilla?
Algunos oramos por ellos,
pero no somos para hacer una visita.

Nadie tiene tiempo,
nadie hace nada hasta que se le asigna.

Me incluyo:
a veces sólo cumplo con mi llamamiento,
soy compelido en todo,
no tengo iniciativa.

El año pasado recibí un trasplante de riñón,
el segundo que recibo en mi vida,
y eso ha sido un recordatorio constante
de que Dios hace milagros todavía.

Pero un amigo mío, mormón también,
vivió varios años con su alta creatinina.
Él necesitaba un trasplante,
le dieron muchas unciones,
pero nunca llegó la cirugía.

La fe sin obras es muerta.
A veces olvido que las manos de Dios
también pueden ser las mías.

Hay que tener cuidado de nosotros
más que del enemigo que se aproxima.
Hay que vernos al espejo de vez en cuando
y decirnos más verdades que mentiras.

Hay que refrenar la lengua,
tragarnos el veneno con saliva;
no hay que juzgar al que se aleja,
ni odiar al que tiene
una orientación sexual distinta.

Esta semana, por ejemplo,
en Sonora masacran a mujeres y niños,
los acribillan,
¿y qué es lo primero que hacemos?
Aclarar que los muertos
no son de la Iglesia de Jesucristo
de los Santos de los Últimos Días.

Esas declaraciones no sirven,
no consuelan.
No aumentan nuestra fe,
más bien la limitan.

Nos convierten en el sacerdote
que pasa de largo,
o incluso en el levita.
En cualquiera menos en el samaritano
que venda las heridas.

Los primeros dos pensaron:
quizás anda en algo turbio
y obtuvo lo que merecía.

El último no juzgó,
fue movido a misericordia
e hizo lo que el Salvador haría.

Hay que tener cuidado de nosotros
más que del que se aproxima,
mirarnos por dentro
y hacernos una pregunta sencilla:
¿soy realmente un discípulo de Cristo
o sólo un mormón de pacotilla?

Para no ser tan duro,
me es menester terminar con otras rimas:

Nadie es perfecto,
todos podemos mejorar
la versión que somos este día.

Dios no envía una prueba
sin darnos juntamente la salida.

No importa cuántas veces me caiga,
nunca estaré fuera del alcance
de la expiación del Mesías.

Pero cuando retome el camino
y emprenda de nuevo el viaje hacia la cima,
no debo olvidar que Sus manos
también pueden ser las mías.