lunes, 28 de diciembre de 2020

Visita al hospital

Mi padre toca el claxon para avisarme que ya está afuera. Me llevará al hospital en el que me realizarán unos estudios de sangre.

Son las seis y media de la mañana. Una chamarra y un cubrebocas bastan, sin embargo, decido agarrar de último momento la novela que estoy leyendo, que no termina de gustarme pero que no me decido a abandonar.

Al llegar, me bajo del carro enfrente de la entrada del hospital y mi papá continúa en busca de un lugar donde estacionarse.

—Vengo a estudios de laboratorio—, le digo al guardia que asiente sin mirarme. Me pregunto si hubiera sido igual de indiferente si yo entrara sin anunciar el propósito.

Es temprano. Apenas dos personas en la fila frente a mí. Abro mi libro y comienzo a leer. Como no recuerdo nada, tengo que regresarme un par de páginas y recordar el contexto.

Una señora mayor de edad viene desde atrás de la fila y me pregunta si puedo cederle mi lugar. Estoy por contestarle que sí, sin preocuparme bastante por saber si lo hago como un acto de amor desinteresado o por mero compromiso (hay diez personas formadas ya detrás de mí).

Antes de que pueda responderle, me interrumpe y me aclara: es para mi mamá. Trato de no mostrarme asombrado ni sentirme culpable por no creer que su mamá todavía estuviera viva. Regresa poco después empujando una silla de ruedas en la que una anciana descansa.

Por fin el personal médico atiende la ventanilla y comenzamos a avanzar. Un señor con muletas se acerca a la señora que empuja la silla de ruedas. Le pide permiso para entrar a la fila. Me pongo a analizar la credibilidad de su andar. No me convence, está fingiendo. Lo que hace la gente para no formarse.

Si la novela hubiera estado más interesante, si no tuviera tanta gente detrás mío, o quizás si su malestar fuera algo más evidente, como una amputación, pasaría por alto este atropello a la civilidad y el orden.

—La fila termina allá atrás.

—No seas malo, ¿qué no ves que ando lastimado?

La anciana de la silla de ruedas abre los ojos y muestra no sólo su interés en el conflicto, sino que sigue viva.

—Quiero ver la herida —le exijo, y como respuesta obtengo la mirada de desaprobación de la señora que empuja la silla de ruedas, y de otros tantos que están detrás de mí y que alcanzan a escuchar mi petición. El embustero se levanta el pantalón y revela un tobillo hinchado, que bien puede ser sólo obesidad, pero ya no insisto.

Un sentimiento de vergüenza me abraza a medida que avanzamos. ¿Cuándo me volví tan desconfiado? Hago una mueca de insatisfacción y regreso al libro, aunque sólo sea para fingir que leo.

Tobillos-gruesos pasa a la puerta dos, y yo entro en la puerta tres. Irma Alejandra será quien me inyecte. Encuentro su nombre en el gafete, junto a sus generosos pechos.

Más de diez años de ir a este tipo de exámenes me dan cierta experiencia y habilidad, como quitarme la chamarra y descubrir la fosa del codo mientras me siento. Adivino lo que Irma me dirá apenas prepare la jeringa y mire mi brazo: Tienes las venas muy delgadas. Yo contestaré a modo de disculpa: siempre están así en las mañanas. Y añadiré con aplomo, aunque sea innecesario: pero más tarde se ven normal.

La aguja se sumerge en la piel en busca de una vena, pero no sale sangre. Agradezco a mis muy delgadas venas que me permiten estar un poco más de tiempo con Irma. Sé que tendrá que pincharme por segunda vez y que no me quejaré.

Por fin la sangre brota y, mientras se llenan los tres tubos que se requieren, me pregunto si esta paciencia infinita que demuestro con Irma, es mérito mío o si son sus pechos los que me hacen un mejor cristiano. Si ella hubiera sido la que llegara en muletas, antes de que se metiera en la fila yo ya le habría ofrecido mi lugar. Incluso si llegara con andar ligero y sin muletas.

Salgo del hospital. Dentro del carro me espera mi papá y su conversación sobre las ventajas de la jubilación, que escucho mientras pienso en los días que faltan para que llegue el viernes, y en los años que faltan para jubilarme.

Me pregunto si, de viejo, estaré leyendo algo mientras espero a que el hijo que todavía no tengo salga del hospital. ¿De qué otro tema podría hablar con él en caso de que las ventajas de mi jubilación no sean tantas?

domingo, 20 de diciembre de 2020

Problemas de identidad

A Nikesha Ramos 

Tenías tres años cuando yo me fui de misionero, pero antes me aseguré de que supieras contestar a quien te preguntara a dónde iba: "A Chihuahua, dos años".

Ese día en el aeropuerto, tú y yo fuimos los únicos que no lloramos, tú porque no entendías lo que pasaba, y yo porque tampoco entendía lo que pasaba. Fue hasta que estaba en el avión que lo que te hice memorizar adquirió su peso: Caramba, ¡dos años! y caí en cuenta que no los abracé lo suficiente. 

Regresé con veinte años y problemas de identidad. Ya no era Élder Ramos, y tampoco era Miguel. Mi risa dejó de ser ruidosa, y mis chistes, divertidos. Antes de irme a Chihuahua estaba seguro que al regresar estudiaría letras, pero ahora tenía mis dudas. Karla pasaba por una situación similar: era emo-skate-grupera. Pero tú, a tus cinco años, seguías siendo tú.

Después de un año sabático, decidí estudiar comunicación y fue ahí donde encontré a mis mejores amigos, que en poco tiempo se convirtieron en tus amigos también. Tan amigos tuyos que en uno de tus cumpleaños invitaste a una exnovia cuando yo tenía ya otra novia. Qué silencio se hizo cuando, en una guerra de palabras entre tú y yo, sentenciaste delante de todos los invitados: "¡Tú eres un dejador!". Y cuánta razón tenías: al poco tiempo volví a estar soltero. 

Dejé un trabajo de telemarketing al tercer día, y renuncié de repartidor de birria al primer día. Dejé de decir Shihuahua, y con eso volví a perder lo que pensaba me hacía auténtico. He dejado empolvar la guitarra, el telescopio, la patineta.

Ahora que cumples veinte años, puedes entenderme mejor. Quisiste ser veterinaria, doctora y diseñadora. Ahora estudias comunicación, te encanta la fotografía y haces maquillaje de efectos especiales.

Quizás ser un dejador no es tan malo después de todo. Tal vez sea a través de estos abandonos que podemos conocer quiénes somos. Lo importante, Niki, es no prestar tanta atención a lo que dejamos, sino reconocer lo que permanece con nosotros, incluso a pesar de nosotros. 

Confieso que cuando tengo problemas de identidad, recurro a Karla y a ti. Por más confundido que esté, saberme su hermano me ayuda a encontrar el equilibro, la fuerza, el camino. 

Este dejador te agradece que lo dejes... acompañarte.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Cuando te hayas ido
voy a tomar tus manos,
tus manos que hacen flores,
tus manos donde nazco,
tus manos-gaviotas, inchadas de música,
tus blancas manos,
y las besaré como nunca hice
en tu presencia.

lunes, 2 de noviembre de 2020

Ocho cincuenta

I

Después de más de 25 años de trabajar en Office Depot, mi papá por fin se jubila. Empezó como auxiliar y al pasar de los años lo promovieron a jefe de piso, supervisor, subgerente y gerente. 

Desde que tengo memoria, nunca nos faltó qué comer, pero sería injusto atribuirle sólo a él el mérito como proveedor. Que rindiera la comida, en ocasiones tuvo mucho más que ver con la multiplicación de panes y peces que hacía mi mamá, que con el sueldo de mi papá. 

De niño yo ignoraba los milagros y el sudor que implicaba un plato de comida, una ida al zoológico, el nuevo G. I. Joe. Mis únicas preocupaciones eran conocer qué películas pasarían el próximo sábado en Cine Permanencia Voluntaria, de Canal 5, y estar enamorado de lunes a viernes. 

Todavía conservo un diario que escribí cuando tenía diez años, en donde registré todas las películas que vi entonces, y el amor no correspondido que sentía por Elba, la niña de la escolta que me gustaba.

Recuerdo que un día me acerqué al lugar donde se sentaba ella y le regalé un conejo de peluche y una tarjetita que decía algo así como "tú eres mi mundo", y que tenía un dibujito del planeta tierra. Elba tomó sus regalos, se levantó y se los entregó a la maestra para acusarme. Yo no insistí más, quién sabe si por decisión propia o por falta de oportunidades, porque después de ese día ella trataba de evitarme. 

Un día, Elba me saluda. Todo el amor que creí haber olvidado, regresa de golpe y multiplicado.

-  Oye, tu papá trabaja en Office Depot, ¿verdad?.
-  Sí. 
- Me puedes decir cuánto cuestan 100 lápices. 
- No te preocupes, te los regalo.
- No, no, yo los compro.
- No, de verdad, te los regalo.

Camino a casa experimento una felicidad anticipada: finalmente podría darle a Elba un regalo que aceptaría. 

Cuando llegué a contarle a mi papá mi infalible plan y cuál era su tarea, él me contestó que no podía comprármelos, y compartió conmigo el precio por caja. Yo no podía creer que mi mejor amigo, quien siempre me escuchaba y me aconsejaba, me hiciera tal desplante. 

Al día siguiente los papeles se invirtieron en la escuela: ahora era yo quien se escondía. El encuentro en "la cope" fue inevitable. Ella volvió a saludarme pero yo no volví a sentir el amor desmedido. Sólo me limité a contestar: la caja de doce lápices vale ocho cincuenta. Y corrí mientras ella sacaba cuentas. 

II

Cuando mi papá empezó a trabajar en Office Depot, yo tenía nueve años y Karla, cuatro. 

Él nos llevaba en bicicleta a la primaria y al kínder, respectivamente, antes de irse a trabajar. Años después, cuando vivíamos en el último piso de un pequeño departamento en Guadalajara, nos pide que vayamos al patio y nos asomemos a la ventana. Me entero no sólo de que había comprado un carro azul, sino de que siempre habíamos tenido un lugar de estacionamiento. 

Gracias a su trabajo constante, iniciativa, lealtad y entrega en Office Depot, soy. Terminé la primaria y la secundaria. Mi papá me compró mi primera patineta, mis primeras latas de aerosol, mis primeros Vans, mi primera computadora. 

Cuando nació Nikesha, cuando me rompí los dientes en bicicleta, cuando me expulsaron de una prepa, cuando me gradué del Castelazo y después decidí irme de misionero de mi iglesia dos años a Chihuahua, cuando regresé y comencé a estudiar Comunicación, cuando Karla quiso estudiar Teatro en Guadalajara, cuando me enfermé y mi mamá me donó su riñón, cuando Karla se casó con Édgar, cuando tuve mi segundo trasplante renal, cuando decidí casarme con Raquel, cuando Nikesha decidió hace unos meses estudiar Comunicación (pese a tenerme como ejemplo), cuando todo eso, mi papá trabajaba en Office Depot. Toda su vida trabajó para que nosotros pudiéramos ser, y somos gracias a él.

Ayer, en su primer día como jubilado, le hicimos una comida y pegamos unos globos rojos y blancos a manera de adorno. Cuando él bajó y vio el pequeño detalle, se le hizo un nudo en la garganta. Y como está comprobado que cuando uno escribe, las cosas trascienden un poco más en la memoria -como el nombre de una niña que me gustaba y el precio de la docena de lápices en 1996- quisiera escribir lo mucho que amo y admiro a mi papá, que sigue siendo mi mejor amigo.  Quisiera recordar siempre su gran ejemplo.

sábado, 20 de junio de 2020

Todos los años

A Rosy, que cree en mí.


No lo puedo creer.

En la ciudad había caído una tromba. Los contenedores de basura eran barcos de papel navegando por ríos violentos que alguna vez fueron las avenidas principales de Aguascalientes.

Yo estaba en la misma ciudad esa tarde, bajo ese mismo cielo apocalíptico, y no me di cuenta hasta el día siguiente, cuando me enseñaron los videos.

Es un día soleado. Llegamos al hospital a mediodía y esperamos. Rosy está acostumbrándose a visitar los hospitales y laboratorios. Hemos pasado innumerables pruebas de compatibilidad y estudios. Es el día de nuestra operación.

Meses antes, cuando se enteró de que mi hermana no fue compatible y que seguíamos buscando un donador, Rosy se ofreció a donarme un riñón.

La veo acostada en una camilla, previa a pasar a quirófano, y descubro en su mirada un vestigio de miedo que se desdibuja. No estamos lo suficientemente cerca para hablar sin levantar la voz, pero mirarnos nos tranquiliza. Lo único que atinamos a decir cuando se la llevan a quirófano es lo mucho que nos queremos.

Pienso que ese día ella bien podría estar en su casa comiendo mientras ve algo en la tele en compañía de sus hijas, dejándose vencer por el calor de la tarde y el sueño. Y sin embargo está acostada en el quirófano, acostada en ayunas, sin sueño y sin sus hijas.

Una hora después me llevan a un quirófano distinto. Me acompaña la anestesióloga y dos enfermeras más, de muy buen humor. Me preguntan quién será mi donador. La mamá de mi novia, contesto. Abren tremendos ojos de sorpresa y me dicen: vaya que te quiere tu suegra. Muestro una sonrisa a modo de contestación, pero por dentro estoy asombrado de su asombro. Si ellas, que viven entre enfermos y operaciones, quedan boquiabiertas al enterarse de que la suegra donará un riñón, no es de extrañar que después de dos años, la bondad de Rosy siga siendo un misterio para mí.

Pensaba que yo ya había tenido mi oportunidad, y que las oportunidades son únicas, irrepetibles. Mi mamá ya me había donado un riñón que había disfrutado al máximo los últimos nueve años: pude terminar mi carrera, viajé a diferentes países, me enamoré de más mujeres de las que recuerdo, leí y escribí, reí e hice reír, conocí a Raquel. Y llega Rosy a querer extenderme la vida de nuevo. ¡Quién se cree!

No entiendo por qué alguien tomaría tal riesgo por mí. No es que me considere indigno de recibir amor. Soy capaz de albergar besos, abrazos, cartas, palabras de cariño. Pero otro riñón... Ninguna de estas dos mujeres tenía la obligación de salvarme, ni de volverme a salvar.

No son pocas las veces en que me he sentido como una carga para los demás, sobre todo cuando hay alguna complicación y tengo que estar en el hospital, con mis papás, mis hermanas y amigos cuidándome. Ni son pocas las veces en las que he pensado si no sería más fácil para todos que me muriera, ya que no puedo dejar de estar enfermo. ¿No habría así menos problemas y preocupaciones?

Mi vida es igual que la de muchos que han muerto esperando el día de su operación. Alessandra, de dos años. Isaí, de 26. Y muchos otros enfermos que luchan este día. Hay cosas que no voy a entender, pero después de experimentar esta clase de amor, no puedo sino aceptar la ayuda con humildad y gratitud. Si mi familia y mis amigos creen en mí, lo menos que puedo hacer es estar, permanecer. Ser el testimonio de que la donación salva vidas. Escribirlo hasta el cansancio.

Despierto y todo está oscuro. Siento una nueva herida en la parte izquierda baja de mi abdomen. Bajo la herida está el riñón de Rosy. Lo primero que hago es preguntar con desesperación si ella está bien, pero mi lengua no me obedece. Vuelvo a intentarlo y grito pero sólo escucho mi voz dentro de mi cabeza. Educo mi lengua en un curso intensivo para que aprenda a pronunciar las frases: ¿Cómo está Rosy? ¿Cómo está mi donadora? hasta que lo logro. Me contestan que ella está bien, y que ya se encuentra en su habitación. Vuelvo a quedarme dormido.

Al día siguiente despierto en la habitación del hospital rodeado de mi familia. Después de asegurarles que me encuentro bien, ellos me ponen al tanto de la tromba, y me cuentan que incluso hubo goteras y charcos dentro del hospital. Me enseñan los videos en el celular y yo no lo podía creer: la operación había sido un éxito. Rosy y yo estábamos vivos.

Ahora que vuelvo a recordar todo aquello, comienzo a llorar como si acabara de enterarme de que ella está viva, como si apenas entendiera lo afortunado que soy de estar este sábado escribiendo esto, de estar casado con Raquel. Raquel, la mujer que tiene la culpa de todo lo bueno que me ha pasado, de que quiera vivir más años, todos los años.

Algunos pensaron que después de que mi suegra me donara un riñón, lo menos que podía hacer yo era casarme con su hija, como si aquel gesto de Rosy no hubiera sido desinteresado y estuviera obligado a saldar una deuda. Si somos honestos, para mí fue un ganar-ganar: Rosy me dio su riñón y el permiso de casarme con Raquel.

Ayer festejamos el segundo aniversario del trasplante en nuestra casa. Esto es lo que veo: Rosy está comiendo, acompañada de sus hijas, mientras ven algo en la tele. Yo me siento feliz.

jueves, 9 de abril de 2020

Remordimientos

Me arrepiento de haber escrito algunos poemas
o quizás sólo me arrepienta de leerlos,
o no de leerlos, sino de leerlos en voz alta
o mejor dicho, de que alguien me escuche,
o no de que me escuche, sino de que me conozca
y se arrepienta de escucharme
y yo de conocerlo
o no de conocerlo, sino de haber leído en voz alta
o no de haber leído en voz alta, sino de haber leído ese poema,
o no de haber leído ese poema, sino de no haber escrito
otra cosa.

domingo, 26 de enero de 2020

Un hombre completo

Acostumbrado al enamoramiento breve y a la renuncia anticipada, a la soledad autoimpuesta y al amor inconcluso, era natural que desconfiara de mi futuro y de tu convicción de querer estar a mi lado. ¿Qué hacer cuando las cosas salen tan bien?

Quizás esa sea la razón por la que cuando intento escribirte me quedo sin palabras. Todo lo que hay en mí, riñones incluidos, ama todo lo que hay en ti, lunares incluidos.

Amo escuchar tus reflexiones, que encuentres enseñanzas en todo lo que observas, tu amor por los perros y las hormigas. Amo tu risa cuando me equivoco al pronunciar alguna pralabra, o cuando me arriesgo a contar un chiste malísimo que por alguna razón encuentras divertido.

Amo que me mires completo, que conozcas todo lo que soy, todo lo que escondo, en todo lo que me me estoy convirtiendo, y que te guste. Que descubras todos los que fui, lo que estoy dejando de ser y lo comprendas.

Amo tu bondad, tu cariño, tu espíritu, tu empatía, tu madurez y tu inocencia. Pero sobre todo, amo tus ojos. Si soy bueno, si soy un hombre completo es por cómo me miras.